Novela Technotitlan: Año Cero (primera parte)

Esta es la primera parte de la novela de Technotitlan: Año Cero. Consta de 14 capítulos. Después de acabar esta primera parte, favor de recordar que son cuatro partes. Se publicó en Internet por primera vez en 1998. Se publicó impresa en edición de autor en 1999. Aquí está de nuevo.

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Aquí hay cine, rock, tv, historia, ciencia, temas de tendencias, comentarios de noticias, y mil cosas más que se me irán ocurriendo... Por otra parte hay más blogs, tengo uno de cuentos, otro es sobre las crónicas de nuestras guerras secretas, Además el de mis novelas, esos están allá a la derecha. Sean bienvenidos...

Monday, October 02, 2006

11. Transformación

¡Despierta, Alex!
Era Paula. Traté de peinarme dando la ilusión de hacerlo descuidadamente.
—Hola, parece que me dormí…
—Creo que sí. Un buen rato. Ya lo necesitabas, ¿no?
—Sí, supongo que sí.
—¿No quieres ver a Vicky?
«¿Será necesario?», me pregunté.
—Sí, vamos… —Paula sonrió—. Ella te lo agradecerá. Estoy segura.
Le devolví el gesto de ánimo.
«Es la sonrisa», volví a decirme, «su sonrisa es muy agradable». Hice de tripas corazón, me levanté y seguí a Paula. Al hacerlo y llegar a la escalera traté de ser discreto en cuanto a las formas de Paula. «Mmmh, Paula todavía se conserva bien…». De inmediato me sentí un poco avergonzado de pensar en eso. Pero no pude evitarlo.
Finalmente estábamos delante de la puerta del cuarto de la señora Abreu.
Paula tomó el pasador y sin soltarlo dijo:
—Alex, sólo te pido que no trates de impresionarte mucho delante de Vicky. A su vez ella se impresionaría y quién sabe adónde pueda parar. Recuerda mantener siempre la calma y acepta de ella lo que te diga. Posiblemente ya esté despertando. Entremos.
El aroma del perfume de la señora Abreu flotaba en el ambiente. La cama era señorial, grande, matrimonial, con barrotes de bronce color dorado. Se sentían frescos al tocarlos. Casi fríos.
Al lado de la cama había una silla. En ambos lados de ésta estaban los burós, haciendo juego con la madera del ropero y tocador. No había más luz que la de una lamparita de noche arriba de uno de ellos.
Allí también vi la foto de Emilio, mismo que me miraba recargado en el borde de la parte trasera de una camioneta.
Enfrente de la cama, el viejo tocador. Sobre éste estaba la miríada de artículos, cremas, lociones, aceites, que componen lo más necesario que una mujer pudiera necesitar en cualquier momento. Además, allí mismo, había un crucifijo y una estampa de una virgen desconocida. Una veladora prendida iluminaba el espacio cercano a las imágenes.
«¿Sabes la cantidad de vírgenes que existen, Alex? Cientos. Alguien ya debería haber hecho un catálogo…», me había dicho Emilio hacía mucho tiempo. Tuve el esbozo de una sonrisa pero la contuve. Me sentí medio invadido otra vez por esa sensación de vacío. Respiré hondo.
La señora respiraba apaciblemente. Sus manos descansaban en delicada posición. Mas, su mano izquierda parecía una de las que acostumbraban plasmar los pintores del Renacimiento en sus obras, el dedo pulgar ayudando al dedo índice a apuntar en una dirección vaga y los tres restantes en una pequeña contracción frágil y silenciosa.
Estuvimos así por unos segundos. Paula interrumpió el silencio:
—Es cuestión de esperar un poco. Calculo que en cualquier momento se despertará.
La señora Abreu empezó a moverse.
Paula dijo:
—Me imagino que se sentirá un poco desorientada. Siempre le pasa así después de dormir. Sergio me dijo que es normal.
Desde el marco de la puerta, yo sólo le pude contestar en monosílabo:
—Ajá.
La señora empezó a despertar lentamente.
Por fin se incorporó. Vio a Paula y sonrió.
—Paula, estás aquí. Me quedé dormida… ¿cuánto dormí?
—Un rato.
—¿Es de día o es de noche…? No distingo bien...
—Es casi de noche. ¿Cómo dormiste?
—Bien, bien. Pero algo cansada. Debió ser el calmante que me dio Sergio.
—¿Te sientes despejada? ¿Estás bien?
—Sí. Mejor que lo normal. —Miró a Paula—. No sabes lo que te agradezco que estés aquí. Otra vez tuve las pesadillas. No tienes idea de cómo me ayuda el saber que estás cerca…
Paula asintió y le dijo:
—Vicky, escúchame un momento, traigo a alguien que quiere verte. Alguien a quien tú quieres ver...
—¿Quién? ¿Me traes a...?
En eso Paula hizo una señal de silencio con su mano en la boca de Vicky que parecía comenzar a inquietarse. Se volteó hacia mí que seguía en el marco de la puerta a contraluz.
—Ven.
Yo sabía instintivamente lo que iba a seguir. Con paso inseguro me dirigí hacia donde estaba la madre de Emilio. Me di cuenta vagamente de que Paula no mencionó nombre alguno.
El rostro de la señora se iluminó con una gran sonrisa. Su voz me sonó entrecortada:
—Aquí estás, maldito muchacho de porra...
Me le acerqué y la señora me estrechó en sus brazos. Paula me miró haciendo un gesto como implorando que no rompiera el encanto, que no expresara la verdad. La sensación de que la señora me abrazara me era algo incómoda pero por una extraña razón no lo pude evitar.
Éste fue largo y bastante emotivo. Mirando la escena por el espejo del tocador, me fue imposible no sentir pena por la señora que tenía delante de mí. Por allí alcancé a ver que Paula estaba llorando a lágrima viva.
—Muchacho, estás vivo. Volviste conmigo. Con tu madre. Bendito sea Dios.
Me sentí mareado.
Y en ese momento me invadieron oleadas de calor. Estaba completamente abochornado de la escena, de que Paula me estuviera viendo. Me sentía así porque creía estarme portando como un impostor. Peor aún, un impostor y un embustero.
—Hijo…
Paula, ya un poco más controlada, tomó a la señora del brazo. La cara de ésta mostraba los estragos del terrible trauma emocional de los últimos días en que pensó que su hijo estaba muerto. Pensé de momento que nunca la había visto tan avejentada.
Paula me separó el brazo de la señora.
—Sí, Vicky, parece que ya estás bien, sí, ¿verdad? ¿Te sientes bien?
—Te digo que estoy cansada, pero emocionada de tener a mi muchacho, gracias, Paula. —Trató de incorporarse, pero Paula se lo trató de impedir con suavidad—. No, déjame levantarme, déjame…
Paula tuvo que acceder. Yo tuve que desobedecer a mi propio impulso de salir de allí. La señora cada vez adquiría más fuerza y presencia.
—Déjame verte, muchacho. Emilio, ¿qué te pasó?
Me le quedé viendo fijamente, me volví a ver a Paula pidiendo, más bien, implorando ayuda. Paula me devolvió una cara inexpresiva. Contesté con una voz apagada tratando de recordar cómo hablaba Emilio.
—Este… b-bien.
Le vi la mirada que se había convertido en leyenda entre nosotros durante mucho tiempo. Era la mirada que predecía la tormenta en la que se convertía la señora. Emilio inclusive llegó a pensar que esas explosiones ya nunca iban a tener lugar…
—¿Sólo «bien»? ¡Condenado muchacho! Me tenías de un hilo, no te reportabas, mira cómo me has dejado… ¿Dónde has estado estas semanas? Yo muriéndome y tú, ¿dónde? ¡En la luna con tus amigotes! Paula, dame agua.
Paula le acercó el vaso, ella se lo tomó en un parpadeo y luego continuó:
—¿Qué no te has enterado que la calle está muy peligrosa? No sabes lo que me imaginé que te pudiera haber pasado. Emilio, estoy muy enojada contigo. Me has tenido muy abandonada. Si no fuera por Paula no sé lo que me hubiera podido pasar. —Se fijó en mi pelo ondulado y ligeramente desarreglado—. Mírate ese pelo, muchacho, ¿tanto tiempo tenías de no venir? Pero, contéstame, ¡¿dónde has estado?!
Tiempo después me pondría a recordar ese momento en el cual todavía sentía que podía tomar la decisión de retractarme, de salir corriendo y de no ver hacia atrás.
Aunque también luego me pondría a reflexionar que el huir no me hubiera llevado a parte alguna realmente. La señora parecía recobrarse a pasos agigantados.
—¿Por qué no contestas, Emilio?
Paula observaba callada, ignorando mis silenciosos ruegos de ayuda. Completamente decidido a romper el encanto, la mentira, el hechizo, contesté lo único que se me ocurrió:
—No sé, por ahí…
—¿Por ahí? ¿Más de un mes entero sin avisar? ¿Qué no sabes que me preocupé mucho por ti? ¿Qué no me di cuenta que estabas en peligro? ¿Qué están matando estudiantes?
Intenté ganar tiempo. Mantener la distancia. Sabiendo de un detalle de la relación entre Emilio y su mamá no se me hizo difícil continuar la también difícil conversación.
—Cálmese... «señora».
Era duro para mí aceptar ese papel. Todo se reducía a negarse.
Peor no podría hacerlo, conocía a la señora desde hace mucho tiempo y sabía del gigantesco amor entre ambos. Mi sola presencia de interrumpir en ese círculo de afecto y amor filial me hacía sentir terriblemente mal.
Paula intervino, por fin.
—Tranquila, el muchacho está emocionado y tú también, Vicky, no te presiones. No quiero que tengas una recaída. Mira que es la primera vez que ves a este muchacho en mucho tiempo y ve cómo me lo tratas…
Percibí la ambigüedad de las palabras. Nunca se mencionó por su nombre a Emilio.
Ahora todo dependía de aguantar.
—No lo defiendas, Paula, mira cómo me ha puesto su ausencia...
Ésta la interrumpió:
—Sí, Vicky, pero es que tú no sabes por la que han pasado. Ya viste que está bien, ahora descansa. —Se dirigió a mí haciéndome una seña discreta—. Oye, ¿me podrías hacer el favor de buscarme allá abajo mi bolsa? Además, necesito que estés al pendiente de Sergio, que no tarda en llegar, para que le abras la puerta.
Todo fue hecho de una manera tan rápida que a la señora Abreu no se le ocurrió protestar. Tomé eso como una bienvenida señal de retirada y la acepté presto.
Pero en vez de bajar me quedé en el descanso, frente a la puerta de su cuarto.
Paula se dirigió a ella con la medicina:
—Ahora, Vicky, descansa, tienes que tomártela.
Le acercó el vaso, la señora Abreu, que totalmente aleccionada en ese hábito, no pudo resistir y se la tomó. El tranquilizante empezó a hacer efecto casi de inmediato. Su voz se suavizó aún más de lo que ya estaba.
—¿Paula...?
—¿Sí, Vicky?
—Qué bueno… qué bueno que mi muchacho está aquí conmigo... Pensé que nunca lo volvería a ver. Tú sabes, Paula, que me volvería loca. Ya me estaba sintiendo muy mal…
—Sí, Vicky.
—No sé… no sé que sería de mi vida sin ese muchacho. Es lo que más quiero en la vida... ¿Sabes, Paula? Sufrí mucho por su ausencia. Mi niño ha cambiado, ¿te fijaste, Paula? Parece diferente, como más mayor, más maduro... Me extrañó en mis ausencias, creo... Estos tiempos en que hemos estado separados ya no se repetirán. Ya no se va a ir, ¿verdad que no, Paula…?
Paula se tardó un poco en contestar:
—No lo sé, Vicky, ya hablaremos de eso después...
La señora Vicky se relajaba más y más. Cerró los ojos.
—¿Paula...?
—¿Sí, Vicky?
—¿Emilio está bien? ¿Está seguro?
Creo que Paula se decidió a aprovechar el momento para hablarle francamente:
—No lo sé. Creo que puede haber problemas. Puede que se tenga que ir. Poco tiempo a lo mejor, no lo sé...
La señora Vicky tardó en contestar.
—Me lo imaginaba… Tú le vas a ayudar, ¿verdad?
—Haré lo que pueda, Vicky, haré lo que pueda… te lo prometo.
La señora Abreu terminó por dormirse.
Bajé al recibidor. Sentí deseos de fumar pero no tenía cigarros. De hecho yo casi no fumaba, pero sentía mucha ansiedad, mucho nervio.
Se oyó un automóvil que entraba en la cochera. Me levanté inmediatamente de la silla y me asomé por la ventana. Del vehículo se bajó un hombre alto.
«¿Será Sergio?», me pregunté con cierta ansiedad, «tiene que ser…».
El hombre alto tocó la puerta con golpes firmes y decididos.
Se oyó la voz de Paula desde la escalera.
—Abre, debe ser él.
Así lo hice.
Desde el marco de la puerta me sonrió un hombre alto, con bigote, fornido y con una mirada hosca y ruda.
—Hola, buenas noches, ¿está Paula?
—Buenas tardes, este… sí, pásele.
Lo dejé pasar.
Paula bajó en ese instante. Saludó de beso en la mejilla al hombre.
—Shhh, vamos al antecomedor, Vicky está dormida. Sergio, ¿conocías a Alejandro Castillo? Es... un amigo de Emilio.
Pasamos al antecomedor.
Estuvimos platicando por más de una hora. Las sillas eran incómodas.
Hablaba Sergio:
—En resumen, Alex, la situación está muy dura. Me acabo de enterar que ayer balacearon a un estudiante que andaba pintando en una pared.
Me sobresalté y me imaginé que pudiera haber sido un amigo mío…
—¿Quién le disparó?
—Un policía preventivo.
—¿Sabes el nombre del estudiante?
—No lo recuerdo, ¿por qué?
—No… por nada.
Intervino Paula.
—Alex, lo que te está tratando de decir Sergio es que la situación sigue difícil. Tienes que tomar una decisión…
Yo estaba evidentemente desorientado. Dije:
—No lo sé. No sé qué quiero, no sé qué va a pasar. Estoy confundido. Tengo que hablar con Aurora, mi amiga…
Yo sólo tenía ojos para el café.
—Okey —dijo Sergio—. Mira, primero, está sucediendo una situación externa y extrema que lo absorbe todo. Segundo, dices que no hay denuncias pero que eso no importa, en cualquier momento alguien puede tocar la puerta y llevarte o secuestrarte. ¿Adónde? Quién sabe, ¿no?
—Al parecer eso es lo que está sucediendo.
—Bueno, eso quiere decir que tu estancia en esta ciudad está marcada de alguna manera. Y que por el bien de tu salud no conviene que andes por aquí. Por otra parte me enteré que el CNH, o lo que queda de él, está oculto y que se está convocando a clases el día dos de diciembre. O sea, que sería algo así como un «aquí no ha pasado nada». No creo que ese sea tu caso…
Creía que era necesario preguntar:
—Sergio, ¿por qué me estas ayudando?
Él pareció pensar la respuesta un poco.
—Primero, porque no me gustó absolutamente nada de lo que les pasó. Segundo, aprecié mucho a Emilio. Tercero, porque quiero a Paula y ella quiere mucho a Vicky…
Sólo asentí. A continuación seguí preguntando:
—¿Cómo puede ser que una madre no reconozca a su propio hijo? ¿Cómo una madre puede aceptar un… substituto? ¿No estará fingiendo?
—No lo creo, su realidad ya está algo, sin querer ser irrespetuoso, «descompuesta». Amenaza con romperse si acepta su realidad inmediata. Su hijo es lo que más quería en este mundo y ya no está. Pero te ve a ti no como un sustituto sino como a su propio hijo... Eso te podría venir a ayudar de una gran manera en este caso.
Me le quedé mirando con disimulada ansiedad.
—Sí. Tienes casi la misma complexión que Emilio. Si acaso tú estás un poco más grueso. Te le pareces. Podríamos pensar en un esquema que nos permita salir adelante con esto.
—¿Un esquema? ¿Qué esquema? ¿No basta con irme?
—¿Con qué documentos? No. Para esto se necesita primero otra identidad. La confusión de Vicky puede que nos ayude. Hablemos claro, Alex. Es obvio que nadie sabe con seguridad si Emilio murió. Lo único que se sabe es que se le vio en Tlatelolco y nadie lo ubica después en ningún lado. Según lo que yo averigüé no está ni en los hospitales, ni en las prisiones de aquí del Distrito Federal, ni en alguno de los estados cercanos y tampoco está en el campo militar.
Sergio respiró hondo. Dijo:
—Muy bien, propongo lo siguiente: vamos a localizar toda la información relevante de Emilio tal como la cartilla, el acta de nacimiento y pasaporte. Yo tengo amigos que me deben favores en varias partes y me pueden ayudar quizás a hacer un cambio.
Vi para donde iba el asunto. Intenté protestar con calma:
—Sergio, una cosa es que la señora me confunda y que me crea su hijo, que te aclaro de manera sincera: me siento muy mal con eso. Otra es que todo el «esquema», como tú le llamas, incluya una total suplantación…
—Qué, ¿te parece muy irreal? ¿Muy tirado de los cabellos?
—No mucho, en realidad, y a lo mejor lo había pensado, pero todavía no me había tocado estar con la señora Abreu. Es bastante difícil hacerte pasar por otra persona. No creo tener el nervio. No estoy preparado.
—Muy sencillo, Alex, no te queda mucha opción. Así las cosas, un día te desesperarás y te descuidarás. No sabemos qué pueda pasar. ¿No crees que es más peligroso quedarse?
Lo observé fijamente.
—Entonces no hay opción, ¿verdad?
—No, Alex, ahora no. Tienes que tomar la decisión y empezar en otra parte otra vida. Por un tiempo, al menos.
—¿Dónde?
—Me imagino que puede ser Estados Unidos, tal vez Canadá.
—No sé mucho inglés.
—Bueno, ¿qué te parece España? Tengo dos o tres amigos en España que te puedan ayudar.
—¿España?
—Sí, creo que sí. Pensándolo bien, España es una buena opción. Primero que nada no hay relaciones diplomáticas en sí. Eso puede ayudar.
—¿Funcionaría eso del pasaporte?
—Creo que sí.
—¿Qué va a pasar con la señora Abreu?
—No te preocupes, le ayudaremos a hacerle pensar que su hijo, o sea tú, se fue a España, lejos temporalmente del desorden. A estudiar.
—¿Podré volver?
Él me miró con un dejo de tristeza.
—No creo que sea conveniente hacerlo pronto. Por un lado, no sabemos si alguien algún día pueda descubrir todo esto; y por el otro, si la señora un día se pudiera desengañar…
—Qué, ¿la van a mantener sedada por los años por venir?
—No, yo creo que lo que va a pasar con ella dependerá de la evolución de su estado. No te preocupes, va a estar cuidada, te lo aseguro…
Hizo una pausa. Continuó:
—Otro asunto: yo sé que necesitarás dinero. Paula y yo te vamos a ayudar con algo, luego nos lo pagas cuando puedas…
No me estaba gustando mucho la situación.
—No es sencillo aceptar lo que me pides, Sergio. Te repito, ya es mucho lo que estás… lo que están haciendo por mí.
—N’ombre, no te preocupes. Estoy pensando que con esto, ayudé de manera mínima al movimiento de ustedes. Además, yo también te repito lo que dije antes. Estás ayudando a la salud de una mujer que quiso mucho a su hijo. Y pienso que si en mí tengo la pequeña posibilidad de ayudar a alguien, pues, ¿qué le voy a hacer? A darle, ¿no?
Me le quedé viendo a él y a Paula, que había estado callada. Me sentía apenado, agradecido, quizá lo que no quería era que nadie me tomara como cobarde, que estaba huyendo, esa idea me estaba molestando, pero aquí no se había mencionado eso. Por fin dije:
—Ni hablar.


—Aurora, te hablo para despedirme.
Ella guardó silencio por unos segundos al otro lado de la línea.
—Como ya no habías hablado pensé que ya te habías ido. Ahora que lo primero que pasó por mi mente al oír tu voz, fue que era para eso.
—Apenas me voy.
—¿Adónde? No, no me digas, no es necesario.
Guardé silencio por un instante apenas perceptible.
—Lejos… —dije, sabiendo que no me preguntaría más. Ella también guardó silencio por un instante.
—Qué estés bien y ojalá que nos volvamos a ver, Alex…
—Yo también… deseo que te vaya súper y espero… volverte a ver algún día, pronto.
—En eso último me estás mintiendo, pero no importa... Así es esto.
Tenía razón.
¿Cuándo una persona puede dejar de ser la que era?
¿Cuándo se es? ¿Cuándo no se es?
Esas son algunas de las preguntas que me hacía. Ese día, el día en que empacaba, tenía la ansiedad, el temor y la incertidumbre. Me había conseguido lentes con aros más gruesos, me había cortado el pelo y había aumentado de peso un poco como para que la ropa no me quedase. De hecho, de lo más extraño, además de toda la situación en sí, era que me ponía parte de la ropa de Emilio.
Todo eso era para apoyar mi propia transformación y así irme des-incorporando de mi propia identidad.
Había hablado con Aurora y ella me había comunicado que siguiera escondido, que la onda no había acabado todavía. Que la búsqueda seguía. No, nuestros nombres no aparecían en las listas. Pero no podíamos asegurar por cuánto tiempo seguiría así la situación.
Ambos hablamos por diez minutos y expresamos lo que pudimos en un mínimo de palabras. La tensión se percibía y ambos supimos que esa podría ser la última ocasión en que nos comunicaríamos por algún tiempo.
—¿Ya estás listo?
—Sí, Paula, ya casi.
—Te doy, ¿cuánto? ¿Diez, quince minutos?
—Está bien.
Me quedé solo.
Tomé las cartas que Emilio le había escrito a su madre durante todos esas semanas de angustia y de felicidad, de gozo, diversión, entusiasmo y aventura y que nunca envió. No tenía caso llevármelas. Decidí dejarlas en alguna parte. Vi que en un banco de madera que se usaba más bien para sostener ropa estaba una revista LIFE. De hecho, esa era la revista aquella que hablaba de Tlatelolco, de los Beatles y del Che Guevara.
«Creo que las guardaré aquí dentro», pensé.
Las puse de alguna manera distribuidas para que no hicieran bulto. Pensé que no era suficiente. De pronto miré hacia el espejo que estaba en el pasillo.
Un florero con varias rosas sobre la mesita debajo del espejo.
En un impulso, fui y tomé una rosa. «Puede que sea lo más apropiado». La sequé y le corté lo que a mi juicio le sobraba. La puse dentro de las páginas de la revista. Ahí estaba el Che. La cerré. Ahora me puse a pensar dónde la podría guardar. Un sitio seguro al cual pudiera regresar por ellas.
El cajón del librero.


—¿Y no olvidas algo?
Paula insistía desde la puerta de la cocina.
—No, ya voy, ya acabé.
Miré por una última vez el cuarto donde había vivido esos últimos días. Cerré la puerta.
Todavía me faltaba un asunto por terminar antes de que viniera el taxi que me llevaría a la estación de autobuses.
Fui al cuarto de la señora Abreu.
—Hola —dije casi en silencio—. Este… ¿estás bien?
Se oyó la voz de señora, queda.
—Sí, m’ijito…
Paula entró también y de nuevo agradecí su intervención.
—Vicky, escucha, Emilio ya se va, ¿te acuerdas que te dije que se iba a ir de viaje? Pues ya se va.
La señora desde la cama dijo:
—¿Te vas, m’ijito…? ¿Tan pronto?
—Sí, me tengo que ir. Este… mira, me ofrecieron una beca y, pues, ya me hablaron y...
Interrumpió Paula:
—Vicky, tú sabes como es eso, los muchachos tienen que estudiar, y es donde se las den, hay que aprovechar.
—¿Adónde... adónde te vas a ir, Emilio? ¿Muy lejos?
Miré a Paula de reojo. Empecé a hablar en automático:
—Mira, primero es probable que vaya al norte, a San Antonio o a Houston y de allí a España, que es donde me ofrecieron la beca.
La señora Abreu cerró los ojos.
—¿Cuándo volverás?
—No lo sé.
—¿Tienes dinero para irte?
—Sí.
—¿Me escribirás, condenado?
Tragué saliva.
—Sí, jefa…
Ella aspiró aire.
—Ten cuidado, hijo. Estos son tiempos peligrosos. Deja saber siempre donde estás. No me mortifiques. Cuídate mucho. Recuerda que tu mamá está enferma. Y que te quiere mucho...
Los ojos de la señora Abreu se llenaron de lágrimas.
—Y Emilio… acuérdate siempre de tu madre, que aunque estés lejos ella se acordará de ti todos los días.
Ya no pude soportar más y le di un abrazo a la señora.
Paula trató de decir algo reconfortante:
—Vicky, que el muchacho no se va a morir, sólo se va a ir de viaje…
—Ay, Paula, tú no sabes que es estar enferma, así en cama y ver a tu único hijo partir así hacia un lugar desconocido…
Sentí que debía decir algo. Con todo el trabajo que me iba a costar se lo diría:
—No te preocupes. Me voy a cuidar. Te lo prometo…
Sonó un claxon afuera de la casa. Fue mi salvación.
La señora Abreu dijo:
—Ya vete, ya no me hagas pasar el momento muy largo que me puede hacer daño. Ya sabes cómo soy de achacosa…
—Adiós, jefa.
—Adiós, Emilio. Vete con Dios. —La señora hizo un gesto de alto. Yo esperaba, tenso—. ¡Alto, espérate ahí!
Me congelé un segundo mirando a Paula con franca alarma. ¿Me habría descubierto? ¿Iría a hacer alguna escena? Por la manera en la que Paula me dirigió su mirada sentía que se tensó de igual manera que yo.
La señora Vicky por fin rompió el silencio, alcanzando a decir:
—Paula, tráeme mi cajita negra que está sobre el tocador. Sí, esa, la de mis oraciones.
Paula se la dio, según yo, más relajada.
La señora Abreu tomó unos papeles y oraciones que estaban dentro.
—Sin mis lentes no puedo ver muy bien pero… sí, creo que ésta es… Emilio. Quiero que guardes esta imagen de Jesús en tu cartera o en lo que uses y que nunca la quites de allí... quiero que lo hagas. No te va a costar trabajo. ¿Eh? ¿Le harás ese favor a tu madre?
Miré a Paula y miré a la señora Abreu. Cada vez se me hacía más natural estar en ese papel falso de hijo superpuesto. Se me hizo que lo más natural que haría Emilio sería, en primera, protestar.
—Pero...
—Consérvalo, hijo, y rézale al Sagrado Corazón para que siempre te cuide. ¿Sí?
Haciendo como que no quería a regañadientes, sólo agregué:
—Okey.
Volvió a sonar el claxon. Esta vez dos veces.
—Me cuidaré. Te lo prometo. Gracias…
Me le acerqué y le di un beso y otro abrazo.
—Ándale, ya vete. Toma tu bendición.
Hizo la señal de la cruz, me persignó y levantó su mano para que la besara, cosa que hice, como era de esperarse.
Salí del cuarto. El aroma a rosas me dejaría un recuerdo persistente por el resto de mis días. Salí sin ver hacia atrás.
Insistí en agradecerle a Paula.
Ella habló primero:
—Ya, gracias por todo lo que hiciste.
—No sé quién tiene más que agradecer que yo… creo.
—No te preocupes, si tienes problemas en donde estés hablas con esas personas. Explícales todo. O casi todo. Ellos entenderán.
—Paula, ¿estás esperando que vuelva pronto?
—Sinceramente no…
—Y la señora Abreu, ¿qué hago al respecto?
—Sólo escríbele de vez en cuando, postales y tarjetas, diciendo donde estás y qué estás haciendo. Nosotros la vamos a cuidar. Ya veremos que hacemos… con lo demás.
—Espero que esto pase pronto. No quisiera estar fuera por mucho más tiempo de lo necesario.
—Mira, nadie sabe lo que va a pasar. Adiós, Emilio… quiero decir, Alex.
Sonreí.
—No te preocupes. Adiós, Paula.
—Adiós. Adiós.
Yo, o sea Emilio, me subí al carro, sin querer voltear.
Pero finalmente lo hice para ver a Paula en la banqueta, sola.
Creo que los dos dijimos lo mismo:
—Adiós, y gracias, Emilio.

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