Novela Technotitlan: Año Cero (primera parte)

Esta es la primera parte de la novela de Technotitlan: Año Cero. Consta de 14 capítulos. Después de acabar esta primera parte, favor de recordar que son cuatro partes. Se publicó en Internet por primera vez en 1998. Se publicó impresa en edición de autor en 1999. Aquí está de nuevo.

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Aquí hay cine, rock, tv, historia, ciencia, temas de tendencias, comentarios de noticias, y mil cosas más que se me irán ocurriendo... Por otra parte hay más blogs, tengo uno de cuentos, otro es sobre las crónicas de nuestras guerras secretas, Además el de mis novelas, esos están allá a la derecha. Sean bienvenidos...

Monday, October 02, 2006

9. Resaca


ESTABA NERVIOSO en la caseta telefónica, mirando a todas partes con disimulo. Me imaginaba el teléfono en la gran casona: lo escuché sonar y sonar. Descolgaron. Dijo una voz metálica:
—¿Bueno?
Lo que más me temía. Al fondo se escuchaba la televisión con volumen fuerte.
—Bueno, ¿señora Abreu?
—¿Sí? ¿Diga? ¡Más fuerte que no lo escucho muy bien!
La voz sonaba como desconfiada. Alcé la voz sólo un poco.
—¿Sabe usted quién soy yo?
Hubo un pequeño silencio.
—¡Ah, sí! Claro…
Quise tragar saliva. Sentí que la voz se dulcificaba. Continué:
—Señora Abreu… no sé si ya sepa las noticias… Y no sé si yo sea el que deba de contárselas...
La voz de la señora me contestó quedamente:
—Me imagino —y agregó sin dejar decirme nada—: ya sé para qué me hablas. Te estaba esperando.
—Señora, yo...
Fue lo único que alcancé a decir, sin entender del todo. La señora me interrumpió:
—Sí, m’ijo, dime, ¿cómo te fue en lo que estabas haciendo? Porque estabas haciendo algo de la escuela ¿verdad?
La sorpresa en mi extremo de la línea fue total. Pareciera como si alguien estuviera jugándome una broma macabra. Recobrando la compostura de la mejor manera posible, traté de continuar como pude:
—Señora, espéreme, yo no soy Em...
Volví a ser interrumpido. Mientras el valor del que había hecho acopio se me esfumaba rápidamente, ya no sabía si podría mantener el tono de voz y el volumen al ir la emoción ocupando en la plática rápidamente el lugar de la razón.
La voz de la señora resonó, la de ella sí, con fuerza:
—Shhh, Emilio, ¿otra vez con tus bromitas? Ya sabes como me fastidian. ¿Dime ahora a quién estás jugando que eres ahora? No, no me digas, déjame adivinar. ¡Ah, ya sé!, eres un entrevistador de la radio...
—Señora Abreu, no sé de qué me...
—Espera. ¡No! ¡Ya! Eres el doctor haciendo la consulta por teléfono, como la última vez. Sí, ¿verdad?
Esto estaba mal. Traté de componer la situación.
—¿Señora, se encuentra usted bien?
—Claro, doctor, claro que sí… si acaso estaba un poco preocupada por usted, hacía mucho tiempo que no me hablaba ni se reportaba a su casa, ¿eh? Mira qué doctor tan desobligado, ¿eh? —no aguantó mucho la «charada» que yo le estaba «jugando» porque exclamó—: ¡Ay m'ijito! Ya estaba muy preocupada. Y en la radio y televisión puras noticias de problemas en la calle. Y tú andando metido por ahí. No te ha pasado nada, ¿verdad?
La voz de la señora denotaba una clara confusión. Sin saber qué hacer sólo dije lo primero que me llegó a la mente:
—Señora Abreu, yo...
—¡Y ya no me digas señora, Emilio! Ya basta. No me hagas enojar. Ya no quiero jugar a como acostumbras. ¿Por qué no me habías hablado? Seguramente me estás hablando porque ya se te acabó el dinero, ¿verdad…? Emilio, contéstame. Ya no te voy a regañar. ¿Vas a venir? ¿A qué horas vienes? Porque ya va a ser hora de cenar…
—Señora...
—¡Ya basta, Emilio, o dejas de jugar y me dices «mamá» o «jefa» o como te de la gana, o te cuelgo en este mismo instante!
Me resistí, juro que me resistí. Pero fue inevitable. El silencio ya se había extendido de más, tuve que decirlo:
—Sí, j-j-efa, —titubeé e hice otra pausa—: Me tengo que ir, te habló después. Tal vez mañana.
—Pero me hablas, Emilio Abreu Campuzano, no me quedes mal otra vez, ¿eh?
—No, no te preocupes.
—No te preocupes… qué, ¿eh?
—No te preocupes… jefa.
Los dos colgamos. Vi el teléfono, negro y con su cable en espiral, indiferentes. Me quedé confundido, preocupado.
Yo solo me había puesto una soga al cuello.

Me enteré después. El ambiente estaba tenso y la desbandada era general. La gente se rehusaba a dar información. ¿Pero a quién culpar de eso? Es totalmente natural que tengas en primer lugar a tu familia, a tu gente, a tu casa. En tiempos de extrema supervivencia inclusive se permite la traición, dicen. Y tal vez no era ese el caso, pero nadie quería estar inmiscuido. Nadie quería verse involucrado.
Las voces seguían siendo muchas:
—¿Yo? Ni estuve en la ciudad.
—Todos eran comunistas, ¿sabe?
—Sí, fueron los pandilleros…
—Ya ve, todos los muchachos son iguales...
—¡Ay!, ya no hay respeto, los muchachos con ese pelo tan largo y las muchachas con esas faldas tan rabonas…
—Los Beatles, los Beatles tuvieron la culpa…
Me contaron después que por nuestro lado la estupefacción también fue absoluta. Ni pensar siquiera en una represalia. No había la organización suficiente: faltaban los líderes y había una incomunicación generalizada. Peor que eso: había una total desmoralización, un desencanto mortal.
Mientras corrían los momentos más brillantes del movimiento se había pensado, a finales de agosto, como los checoslovacos quizá lo hicieron en su Primavera, que había una oportunidad para el cambio. La comparación no podía evitarse. El comunismo, tanto el de Checoslovaquia como el de las naciones del Pacto de Varsovia, era demasiado visible y condenable a todas luces.
El tipo de gobierno en México era, fue, es, pues... bastante inasible y amorfo como para poder equipararlo con un régimen de terror claro y obvio. Los intelectuales menos ingenuos explicaban que esta falta de obviedad dentro del Estado es la que le permitiría salir casi indemne de los daños y dejar como los únicos villanos a los jóvenes que habían creído que sólo una dosis de buena voluntad puede cambiar el modo de vivir y los vicios heredados de cuarenta años.
Nunca se sabrá quién es más iluso, si el pueblo dominado hasta la abyección, que de repente descubre que es más fuerte que las cadenas que siempre ha tenido, pero que lo siguen dominando por ser éstas aparentemente muy fuertes, o el pueblo que cree que es más libre, pero porque no alcanza a ver sus propias cadenas invisibles.
Todo se estaba desarticulando, descomponiendo. Con la masacre realizada, se creó conciencia generalizada y tácita de que el gobierno ya no estaba a la altura del diálogo. Que el gobierno no quería nada con los estudiantes. Total: ya había conseguido lo que quería.
Fue como un duro despertar.
Y tal como sucedió en Praga en los meses pasados, el sueño acabó abruptamente envuelto en sombras y en dolor. Y allá también en Praga los buenos habían perdido. Los malos fueron por refuerzos y aplastaron con sus tanques, cañones, balazos y cientos de miles de tropas «amigas», a la tímida esperanza, mientras el mundo se quedaba sin hacer nada, mas que juzgar el hecho con claridad y severidad inconfundibles, atacándolo con tinta, palabras y declaraciones, que como ya todo mundo muy bien sabe, ese tipo de armas apenas creaban escozor.
Volviendo a Tlatelolco, todos los medios reportaron los hechos trágicos y les dieron grandes titulares, pero nadie decía nada en definitivo más que hablar de los nebulosos enemigos de México. Los periódicos, si bien reprobaban la violencia, no terminaban de responsabilizar de manera indirecta al mismo estudiantado cuando al mismo tiempo destacaban la ejemplar conducta de las fuerzas armadas del Estado. La confusión, la imprecisión y la falta de enfoque procuradas por una censura y autocensura implacables, impidió sacar, si no culpables, al menos responsables indudables con pruebas irrefutables dignas de confianza y a toda prueba.
En el mundo no lo consideraron digno de gran atención. De hecho, el desaliento local debido a eso era devastador. Sólo unas pocas voces de protesta por ahí que nadie atendió.
Visto desde el ángulo maquiavélico respecto al control de una situación a la que ya no controlaba del todo, el Estado demócrata-público-totalitario-a-escondidas tomó la decisión correcta. El desatar un acto de violencia si acaso no muy quirúrgico, y dirigido sobre todo contra los protagonistas de la rebeldía, llevaba el mensaje implícito a todo el mundo dispuesto a escuchar, de que no se deseaba cambiar. Que todo caminaba bien, y que si algún grupo se oponía al «orden natural» de éstas, entonces, ese grupo, estaría obrando mal.
Y si los ideólogos decidían que el cambio se tuviera que dar, éste se daría sólo en el seno del Estado y nunca fuera de él.
Visto desde el ángulo de la gente común, de la gente media y promedia en general, la masacre significó un precio, quizás un poco alto, pero un precio necesario a pagar; un sacrificio que se debía realizar, una medicina amarga que se tenía que ingerir para poder quitarse de encima un problema que amenazaba ser mayor. Porque, ¿qué podría haber pasado, si el gobierno no hubiera querido ceder y el estudiantado hubiera querido seguir empecinado en sus nobles, pero totalmente ingenuas, esperanzas?
No eran pocos los que deseaban el bien común, el regreso a la tranquilidad y al bienestar general. Éstos, aceptando de buena gana (quizá demasiada buena gana), la información de los medios controlada por el mismo Estado, respiraron tranquilos cuando se llegó ese día 12 de octubre con todos los visitantes extranjeros como testigos de la paloma de la paz estilizada, blanca en fondo rosa, anaranjado, rojo, verde y demás, que simbolizaban los XIX Juegos Olímpicos.
Vistos desde el futuro, ambos eventos de los que miles de personas fueron testigos, partícipes, protagonistas, espectadores, pasivos o activos; uno primero, rezumando oscuridad, y el otro, diez días después, reflejando la luz, están tan cerca de manera cósmica uno del otro, tan irónicamente contrastantes, que es increíble imaginarse siquiera que en muchas ocasiones se haya hablado del uno sin haber hecho referencia al otro.
Eventos que en el transcurrir de la historia de México son casi simultáneos, como dos lados de una misma moneda: la realidad mexicana.
Pero a nivel personal para mí y muchos como yo en México, en ese momento la pérdida de destino, de ruta, de barco, y de navegantes, fue devastadora. Me encontraba en una situación desesperada. No sabía a quién recurrir. Yo no terminaba de ver esto con incredulidad.
Y mí mejor amigo, Emilio, casi con seguridad, había muerto en ese lugar.
Y peor aún, no podía detenerme a analizar mi presente porque mi futuro se estaba volviendo añicos vertiginosamente: Me llegó el aviso subrepticio de que varias personas estaban preguntando por mí para «platicar».
Tomé la decisión inmediata de cuidarme más y de estar alerta por si acaso. No sabía nada de nada, estaba embotado, confuso, desubicado. Sabía que mi propia seguridad estaba en riesgo. Tenía que moverme. Salirme de mi depto. Empezar a voltear hacia atrás para que no me siguieran, imaginar y trazar rutas de escape. A veces pienso que era muy ingenuo, sobre todo cuando te enteras de cómo «trabajan» «ellos». Me acorde del rubio. Un sentimiento de paranoia me empezó a consumir al igual que la angustia.
Decidí que no podía pasarme más tiempo solo con mis ansiedades y opté por buscar compañía. Así llegué al departamento de Aurora. Ella se había ido por un rato a Cuernavaca a esperar a que se enfriara el asunto. Me había dado las llaves del departamento.
Llevaba varios días semioculto en mi reclusión involuntaria cuando llegó Joel, un amigo del CUEC con el que íbamos a ver las películas del cine club y que, por algunas razones no del todo comprendidas por mí mismo, estaba muy bien enterado de lo que pasaba afuera.
—Muy sencillo Alex, estoy aquí porque alguien te señaló como participante en el Consejo Nacional de Huelga.
Me le quedé mirando, congelado. Sólo pude decir:
—¿Y? Sigue…
—Pues o una de dos, si te va bien te van a golpear, o...
—¿O qué?
—Que si te va mal, puede que te desaparezcan.
Estando paralizado no podía entender lo que Joel me estaba diciendo.
—Otra vez, ¿que yo qué?
—Si. Te digo que es eso lo que me dicen, que tú, Alex, estuviste participando en las asambleas del CNH.
Respondí como pude:
—¡Pero si yo asistí sólo como a diez o doce dizque asambleas y nunca participé activamente! ¡Sólo estuve filmando!
—Pues así está la onda. ¿Cómo ves?
Al no contestar de inmediato y al ver que yo me cubría la cara con las dos manos, Joel preguntó, tímidamente:
—¿Qué te pasa, mano? ¿Tienes miedo?
Tomé aire.
—No… lo que pasa es que no se me hace justo, ¿qué más supiste?
—Que tienen a muchos en Lecumberri, que se les han hecho cargos y más cargos, y que en general hay más de quinientos desaparecidos...
—¿Desaparecidos o muertos?
—No sé… No dicen. ¿Qué piensas de todo eso?
Me tomé un trago de café. Luego me quedé viendo el fondo de mi taza. Levante la vista y dije:
—No es que tenga miedo. Creo que estoy asombrado... todavía no es miedo…
—Si lo tuvieras no estaría mal, Alex. Digo, en un caso así, bueno, se disculpa.
—Bueno, ¿qué te puedo decir? Se echaron a Emilio; Aurora está en Cuernavaca; a Marcelo, aquel de Ciencias que nos ayudó entre otros, no lo veo desde hace quince días, desde antes de Tlatelolco. De Isabel, nada. Supe que a varios los habían agarrado desde hace un mes.
Joel agregó a su vez, después de exhalar el humo de su cigarro:
—Al maestro Elí de Gortari lo secuestraron en su casa. Yo supe que a de Alba también lo agarraron. El ingeniero Heberto anda escondido.
Me acordé de alguien.
—¿Y el Marcelino?
—Pues no sé todavía cómo le hizo pero él está libre. Tú sabes, con todo y su silla de ruedas…
—¿Tú crees, Joel, lo que dicen de él?
—¿Que fue un traidor, y que por eso no lo agarraron? No sé… ahorita todo es como un río revuelto. Habrá que esperar a que se aclare el agua.
Miré al suelo. De repente me levanté y comencé a dar vueltas. Me detuve y en un segundo me quedé viendo el estampado entre rosa y rojo del papel tapiz que asomaba por dentro del librero y dije:
—Ya ni sabes qué creer. Ni a quién creer.
Joel también se levantó.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Qué todo es un desmadre? ¿Que quién sabe que les va a pasar a los compañeros? ¿Que ellos ni saben de qué se les acusa?
—¿Tienen abogados?
—Si es que los tienen ya sabes que para nada les han de servir.
Tomé un periódico por encima de la mesa. Se lo enseñé a Joel.
—¿Ya viste el periódico?
—¿Qué? ¿Lo de la inauguración de las Olimpiadas?
—Sí, ¿ya viste lo felices que están? No entiendo. Hasta se han visto fotos con gente saludando con el signo de la «V» y todo.
—Pues, ¿qué querías, mano? —El tono era desfalleciente—: ¿Qué todo mundo usara listones negros? Nooo, ya vas. No seas ingenuo...
—Es que no puede ser… Tantos que se partieron la madre y como si nada. ¿Qué no se supo nada allá afuera?
Yo estaba furioso, como entre desesperado e impotente. El aire se estaba tornando gris a causa de los cigarros que Joel fumaba uno tras otro. Éste dijo:
—Sí se supo, pero, ya sabes, la pinche prensa y la pinche televisión. Ahora dicen que la culpa la tuvieron los comunistas y que la CIA y que quién sabe quién madres más. Lo más chistoso es verlos contradecirse.
—Me imagino que también hay miedo en la gente.
— Yo creo que es peor que eso. Creo que si le buscas vas a encontrar hasta alivio.
—¿Alivio? ¿Cómo?
—No sé. De perdido un alivio culpable... Es como si con la sola llegada de la Olimpiadas lavara la herida que se dieron solos. O nos dimos solos. Como si el hecho de ser anfitriones y recibir a la gente de todas partes del mundo hiciera olvidar las penas.
—¿Y las propias penas de los familiares de los muertos?
—Esas no. ¿Qué ganas con amargarte? Perdimos, mano. Nos aplastaron. Perdimos por goliza. Nos borraron del mapa. ¿Qué no ves?
—¿Qué nos queda por hacer?
—Yo no sé tú pero… yo me voy para Guadalajara.
—¿También te mencionaron...? Digo, ¿te están buscando?
—No de momento. Un amigo de mi papá conectado en las altas esferas no me advirtió de nada inmediato. Pero en tu caso particular, pues... ¿qué te puedo decir, Alex?
Joel se me quedó mirando fijamente, como tomando valor, por último me dijo:
—¿Qué dijiste que había pasado con Emilio?
Suspiré. Ya éste era un tema doloroso para mí. Pero tenía que sacarlo una vez más. Suponía que era normal que me preguntaran por mi amigo. Después de todo eso éramos, habíamos sido, amigos. Respiré hondo y empecé:
—Bueno, tú sabías que éramos muy cuates. Y bueno, pues, sucedió algo, más bien, discutimos. Era muy normal. Él era así. Discutíamos por un argumento y a veces sí llegábamos a un acuerdo pero... Ese día por la tarde, el miércoles dos, yo tenía que llevar parte del material que habíamos estado tomando hacia el CUEC. Yo sentía que estábamos retrasados en la entrega… y él no. Emilio antes que nada quería platicar con algunos cuates para una entrevista que pensaba hacer con ellos y pues... Quedaron de verse enfrente del Edificio de Relaciones Exteriores, en la Plaza de las Tres Culturas…
En ese instante yo estaba haciendo un esfuerzo para controlarme. Continué:
—Se verificó al principio en todas partes, hospitales, cárceles, delegaciones, el Campo Militar... Aurora me decía, me mantenía informado. Nada. Pasó una semana. Me dijo el cuate Rangel que habían visto a Emilio en la Plaza cerca de las ruinas prehispánicas como a eso de las cuatro de la tarde. Nadie lo vio después… Más tarde la Nina, ¿te acuerdas? Aquella chava de lana que estudiaba en Filosofía. Me dijo que le dijeron que lo vieron caído...
—¿Eso se confirmó?
—No lo sé… No es que sea un resignado, tal vez no me queda el papel. Como que prefieres hacerte a la idea de su desaparición, y ya...
—Me imagino que fue bastante duro…
Me acuerdo que le sonreí con una tristeza, a fin de cuentas, suave.
—Es, mi estimado amigo Joel, todavía lo es…
Abrí la ventana y miré hacia los pájaros del árbol de las ramas podadas por los camiones, el del otro lado de la calle.
Joel se había ido hacía un rato. Le prometí que me cuidaría y que tomaría las precauciones necesarias. Era muy improbable que me localizaran pero debía estar en guardia de cualquier manera. Por suerte Aurora era muy lista y se había preparado muy bien. El departamento era amplio, tenía cocineta, un refrigerador repleto, televisión. Por error no había llevado rastrillo ni navaja pero luego no importó, la barba me estaba cubriendo parte de la cara y eso también estaba bien.
Pensaba en mi problema actual. A la mamá de Emilio le había ocurrido algo. Me preocupaba. De verdad me preocupaba. Emilio se llevaba bien con ella en particular y la señora simpatizaba con el movimiento estudiantil en sus líneas generales.
La señora viajaba mucho a Hermosillo y Emilio seguido le escribía cartas. Yo me imaginaba que más bien esas cartas le servían a Emilio como si fuera un diario.
Pero algo extraño estaba pasando.
Me enteré después por Paula, la mejor amiga (de hecho, la única) de la señora Abreu; llámese intuición, demasiada sensibilidad o quizá coincidencia, que ésta se desmayó en la misma noche del dos de octubre. De suerte ella estaba con la señora Alcira y con Paula, y la pudieron atender con propiedad.
Recordando mi llamada de la semana pasada, yo mismo pude comprobar que los engranes en la cabeza de la señora Abreu ya no hacían el click normal.
Era como si hubiera habido un borrón y cuenta nueva. Como si alguien le hubiera desaparecido la cinta en la cabeza correspondiente a relaciones madre-hijo y le hubiera puesto otra. Ella en vez de verme a mí, Alex, como el amigo de su hijo, veía el rostro de Emilio; yo no entendía ni comprendía y mucho menos podía relacionar nada de eso.
Lo que yo sí podía concluir por el momento, era que claramente la señora Abreu me estaba confundiendo con Emilio, lo cual se sumaba a la otra absurda y extraña situación en mis manos, la de mi supuesta «investigación».
No sabía cómo manejar la situación. Me acordé que dos o tres veces había platicado con Paula y la señora Abreu un día que esperé en su casa a Emilio.
Paula, divorciada y licenciada en lenguas inglesas, o algo similar, tenía mucho tiempo de conocer a la señora Abreu. Las veces que habíamos platicado me había caído bien y creo que el sentimiento era mutuo.
Pensé que si quedaba alguien con la suficiente serenidad para manejar una situación así, esa era la señora Paula.
Entonces, según mi apresurado razonamiento, lo que tenía yo que hacer era localizar a Paula, ella, nadie más, podría decir qué sería lo mejor.
El apellido era Zúñiga. Casi el último del directorio. El directorio.
Había en él como veinticinco Zúñigas. Pero sólo un «Zúñiga Talamantes, Lic. Paula». Posiblemente el de Paula. Marqué y el supuesto teléfono de Paula sonó y sonó... y nadie contestó y eso que ya eran más de las diez de la noche.
Me tardé cinco minutos en caer en cuenta que lo más probable era que a esta hora Paula debía estar precisamente con la señora Abreu.
Esperaría a mañana. Después de cenar me fui a dormir, pero seguía inquieto. Esa noche soñé muchas ondas raras. No recuerdo con claridad pero sé que no fueron agradables.
Las sospechosas imágenes oníricas fluctuaron y el sonido y el calor y la sofocación se hicieron uno. El teléfono estaba sonando. Bien pudo haber empezado a sonar hace un segundo que hacía una hora.
—¿Bueno?
—Hola, mi amigo exiliado, ¿todavía vives?
Era Aurora. Y logrando sonrojarme.
—¿Dónde estás?
—Aquí en México, en casa de una tía. Voy para allá.
Colgó.
Aurora llegó y me saludó con cierta emoción. «Pelo negro lacio natural, ojos grandes, boca mediana, hoyuelo en el mentón, buena figura». Así la describí la primera vez que la vi. Deliciosa. Platicamos de su estancia en Cuernavaca y de lo sencillo que es dejar que te pase la vida cuando no tienes más responsabilidades que de estar en casa de tu abuela y de leer lo que quisiste leer y que nunca habías podido porque no te habías dado el tiempo suficiente.
Así hablamos y hablamos, de varios rollos. En cualquier instante tocaríamos «el tema». De alguna manera pudimos evitarlo hasta ya entrada la tarde.
Yo me preguntaba cómo había evolucionado la amistad entre ella y yo desde que la conocí hacía como diez años, o más bien, apenas sólo dos meses en términos de tiempo de verdad. A veces no me atrevía a mirarla por temor a leerle los ojos. O en realidad por temor a que ella pudiera adivinarme algo de los míos que yo no quería que me leyera.
El tema de Emilio se estaba haciendo muy pesado y eso que todavía no lo tocábamos. Al principio yo me imaginé que nos haría bien que habláramos. Ahora ya no sabía qué pensar.
Por fin se apareció el momento adecuado.
—Sabes, Aurora, yo te quería decir...
Ella me interrumpió con un gesto, como si quisiera decirme algo, o más bien como si no quisiera decírmelo.
—Emilio… te confieso que me gustaba. Te confieso que… —hizo una pausa–. Emilio era muy lindo. No sé, quizá nunca hubiéramos conseguido algo.
Traté de ayudarla.
—Si quieres podemos seguirle después…
—Espérate, Alex, son muchas cosas. Quiero decirte que este tiempo que he pasado en Cuernavaca no he hecho más que pensar en todo esto. Sé que tú sabes que Emilio y yo estábamos relacionados de una manera muy estrecha. Pero además de los juegos y de las bromas y de que me caía super, pues, no, no lo quería tanto como hubiera pensado al principio… tuvimos diferencias, nos peleamos… nos contentamos.
Yo no sabía si alegrarme o no. Ella continuó.
—Es difícil hablar de los muertos. Sobre todo si una tuvo una relación afectiva en cierto modo con alguien que… Como que ya no separas los hechos de manera objetiva. O realista, pues…
—¿Te dolió… su muerte?
—¿Crees que no? ¿O qué? A todos nos dolió la muerte de todos ellos. No me quiero sentir mal. No quiero… Emilio… de haber seguido con… él, lo nuestro, si es que hubo algo nuestro de verdad, no hubiera durado… yo soy de otro tipo. No creo que yo fuera de su tipo. ¿Tú me entiendes, verdad…?
No la entendía.
—Creo que sí —mentí.
—Lo peor y que no te he dicho, es que me siento culpable de la desaparición de Emilio. Yo le pedía que debía estar pegado a las manifestaciones. Probablemente eso influyó, él se quedó con esa onda y terminó por ir a Tlatelolco por mi culpa…
Me le quedé viendo por un instante y le dije lo primero que se me ocurrió:
—No pienses así…
¿Qué le puedes decir a una persona como Aurora cuando te lo pregunta así y te ve con esos ojos? Tuve que cambiar de tema y de tono.
Hablamos de otros asuntos. Y sin darme cuenta comencé a hablarle de… mis problemas con la mamá de Emilio. Se me hacía que era natural comentarle del asunto...
Y ya después de comentarle todo le pregunté:
—Así que, ¿cómo la ves?
Ella permanecía con los ojos cerrados. Se veía fatigada. Su voz habló como limitándose a emitir un juicio obvio de una situación ya sabida y ya juzgada.
—'ta difícil.
Yo también le contesté de cierta manera retórica:
—Pues yo no sé que voy a hacer con la señora.
El comentario de ambos era, pues, retórico. Aurora empezó de nuevo.
—Okey. La señora te oye y te dice Emilio…
—Ajá.
—¿Y le has preguntado por Alex?
—¿Por mí mismo? No me ha dado tiempo.
—Ah.
—Bueno, no se me ocurrió. Digo, capaz de que le da un shock...
—Ni que fuera una sonámbula a la que no quieras despertar, Alex. ¿Qué opciones tienes?
—Tengo dos. Una: aceptar la situación...
—¿Y la otra?
—Pues no aceptar.
—Ajá. Qué ingenioso. Siempre pensé que eras ingenioso…
Entendí su sarcasmo.
—¿Qué quieres que haga? ¿Qué le diga que no? ¿Y si le da un ataque de nervios o algo peor…?
—No digas tonterías.
—Estoy nervioso y tengo miedo… Ya hasta lo estoy aceptando, ¿ves? Hasta ese punto estoy nervioso.
Aurora sonrió tratando de tranquilizarme.
—No creo ser yo la indicada para decirte que estás mal, Alex. Yo no soy la que debería tener miedo. Digo, es a ti al que están buscando. Es a ti al que van a acusar y es a ti al que te van pescar si no te mueves...
—¿Moverme?
—No sé, hacer algo radical, cambiarte el nombre, huir del país. Empezar otra vez en otra parte…
—Tú crees que sea así de grave.
No se lo dije en forma de pregunta, era una clara afirmación que conllevaba una realidad.
—No lo sé, pero... —Aurora suspiró—. Pero creélo, yo no voy a ir a preguntar por ahí.
—¿Y si consigo un abogado?
—Todos ellos los controlan. No conseguirías nada.
Aquí me puse más sombrío. Dije:
—No es justo, pero eso es obvio, ¿verdad? Yo no hice nada… Emilio tampoco hizo nada, y pues, ahora él está muerto, y...
Me quedé callado. Aurora se me quedó viendo y exhaló el humo de su cigarro. Ella habló:
—Ahora lo menos que debes de hacer es preocuparte de más. Debes de pensar en lo que sigue. Concéntrate, actúa. No es tiempo de que reflexiones.
Miró su reloj.
—Ya me tengo que ir, Alex…
—De acuerdo.
Aurora guardó silencio por un segundo. La observé y me repetí mentalmente que se me hacía muy bella.
Empezó a hablar:
—Quiero que sepas que me hizo bien hablar contigo, Alex. Cualquier cosa… sabes como localizarme. Si me entero de algo yo te hablo a como pueda…
Ya estábamos en la puerta.
Me dio la mano, me dio un beso en la mejilla y salió. Sólo se quedó la esencia de su perfume. Volví al cuarto, a mi exilio.
Me senté recordando su imagen. Y volteé hacia la ventana.
Afuera el sol seguía cayendo.


Con el Tibio y el sargento Pedraza, el momento de las Olimpiadas siguió en crescendo hasta su gran final. Pasaron varios días más y Aurora ya me había conseguido los artículos de primera necesidad que necesitaba. Tenía que estar aseado.
Una razón de lo anterior y que yo había analizado exhaustivamente, era que estar limpio y afeitado me permitiría abandonar en cualquier momento su casa sin despertar sospechas de tipo alguno, ya que mi imagen sería relacionada con ese tipo de estudiante «bien», incapaz de pensar en algo tan «exótico» como agitación o comunismo.
En mi mente llena de incertidumbre, eso tenía sentido.
La segunda razón era mi propia moral. Yo pensaba que no podía dejar abandonarme en momento alguno por razón de una depresión mal atendida.
Las pláticas con Aurora me habían revitalizado y animado un poco. Habría una solución. El temor que me invadía a oleadas me hacía sentir ser un cobarde, como si estuviera renegando de la gente del CNH que estaban persiguiendo. No era así. Yo conocía a varios y los apreciaba. Ellos no habían cometido nada malo. Y yo tampoco. Todo era injusto.
Me cuestionaba todo eso y más. ¿De qué me estarían acusando exactamente? ¿En realidad habría yo cometido alguna falta?
Me odiaba sentirme así, abrumado por la culpabilidad de haber hecho algo malo e incorrecto.
Yo no sabía si estar arrepentido o no. No sabía si enorgullecerme de lo que hice o de avergonzarme por lo que no hice. Estos dos últimos meses habían sido tan confusos, tan llenos de imágenes, de experiencias, de esperanza. Ahora no tenía nada. Me miraba en un espejo y veía a Alex, pero no al mismo Alex de siempre. Aquél había sido alegre. Aquél tenía confianza en el futuro.
¿Qué hacer? ¿Cómo vivir escondido?
Me preguntaba cuánto tiempo más Aurora podría esconderme. No debía involucrarla más. De repente me sentía mal por todo y con todo, incluyéndome. Lo peor del caso es que hasta me dolía le estómago. Para olvidarme un poco de mi realidad intenté evadirme de la mejor manera. Encontré varias lecturas sobre cine y sobre teatro que me mantuvieron entretenido.
Pero Emilio seguía apareciendo en mis pensamientos.
Nada me había preparado para asumir la responsabilidad de un amigo perdido de la manera más inesperada e injusta. Sabía qué yo estaba vivo, si no de milagro, al menos sí por circunstancias. Yo pude haber ido a Tlatelolco ese día. Estuvo en mí el hacerlo o no. No fui ni héroe ni víctima, me sentía en una especie de limbo existencial. Lo de ser perseguido también le agregaba un barniz de alucinación extra. A nada le veía el menor sentido.
Quizá fue el mismo destino, tal vez la suerte, el resultado era el mismo, yo estaba vivo y Emilio no.
Evoqué a la mamá de Emilio. El hecho de que le hubiera sucedido a la señora un problema mental ocasionaba en mí un sentimiento extra de culpabilidad. Me acordé que todavía no me había comunicado con Paula. Tenía que hablar con ella, era preciso.
Mi largo tren de pensamiento fue cortado por el sonido del teléfono timbrando.
Aurora y yo teníamos una clave de tres llamadas. A la tercera yo contestaba.
Esperé. Sonó una sola vez. Silencio. Sonó de nuevo. Era Aurora, me tranquilicé. Esperé la tercera llamada en vano.
Algo empezaba a andar mal.
El pánico se empezaba a apoderar de mí. Seguramente había sido un error de Aurora. Quizá tuvo un problema y ya no pudo seguir con el procedimiento normal. A lo mejor se encontró con algún amigo que la interrumpió. Sí, seguro. No me imaginaba nada de otra manera. Cualquier otra cosa sería... inconcebible, ¿no?
No pude desechar el temor del todo y me dispuse a esperar.
El teléfono volvió a sonar en ese instante. Sin poderme contener me arriesgué a contestar, debía ser Aurora.
Era ella. Su voz era rápida, tratando de ser precisa, pero mientras hablaba tuve el presentimiento de que todo a mi alrededor se aceleraba.
—¡Tienes que buscar otra casa inmediatamente!
—¿Qué pasó? —Mi voz mostraba ansiedad mal disimulada.
—No estoy muy segura, pero creo que se están acercando a nosotros. Bastante.
—¿Cómo? ¿Quién te lo dijo?
—Un cuate del Poli, amigo de un primo mío, ¿te acuerdas de mi primo Nacho?
—¿El que te prestaba la camioneta para llevar el equipo del CUEC a CU?
—Ése. Me dijo el amigo de Nacho que los de la policía habían recabado una lista… y que habían conseguido enterarse por algunas listas de la universidad de los nombres de varios implicados en los hechos… Y que mi amigo vio mi nombre, apellido y escuela en la que estoy registrada.
—Ajá…
—¿Es todo lo que dices, ajá? ¡Reacciona, Alex, si tienen esos datos también tienen mi dirección! ¿No entiendes? ¡Van a ir a registrar mi casa tarde que temprano…! ¡Y si no te mueves de allí lo más pronto posible de seguro te van a atrapar! ¡Te tienes que ir! ¡Pronto!
La información se empezó a asimilar dentro de mi cerebro y ya comenzaba a entender cabalmente toda la situación. El nerviosismo cedió paso a una tranquilidad. La acción comenzaría en cualquier momento y quería estar preparado. Pregunté:
—¿Cuánto tiempo tengo?
—No sé, días, horas, minutos, no sé…
—No te preocupes. Voy a empezar a sacar mi ropa...
—No quería ponerte en este aprieto, Alex... ¿Con quién vas a ir?
—No estoy seguro todavía… pero no te preocupes —traté de tranquilizarla—: yo sé mi cuento, ¿okey?
Tras de colgar el teléfono, empecé a recoger mis pertenencias. Iba a extrañar ese lugar, pero debía huir.
Me acerqué al teléfono con el número que había obtenido del directorio telefónico. Y marqué la casa de Paula.
—¿Bueno?
—¿Señora Paula? —Luego con cierto embarazo, corregí—: Digo, Paula.
—¿Quién habla? —Contestó no con cierta sospecha.
—Un amigo... de Emilio.
—Ah sí, tú eres...
Interrumpí:
—Si, exacto… sólo hablo para saludar y para ver cómo están…
—Ah, comprendo. Bien. Todos estamos bien dentro de lo que cabe. ¿Tú donde estás?
—Pues, aquí, no muy lejos. Paula, mira, no sé… la señora Abreu, ¿cómo está?
—Está delicada, pero en general bien, desde el... accidente, tú sabes como fue eso. Tú sabes de qué tamaño se hacen estos asuntos. De hecho, creo que le haría bien verte…
—¿Tú crees que yo pueda... hacer algo?
—Puede que sí, no lo sé. No soy psiquiatra pero esta mujer no tiene problema físico… de cualquier manera siento que trae un dolor que la está consumiendo poco a poco.
Sólo dije:
—¿Cuándo y dónde podemos vernos?

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